La única virtud conocida es la inoperancia, una no-política sistemática que lleva más allá la obsolescencia programada hasta la desaparición sin programa, la desactivación como ausencia de plan. Una existencia silente, privada del habla, que no tiene, ejerce ni se somete a ningún poder; sin apenas fuerzas, incapaz de nada, inoperante, no cumple los requisitos mínimos para entrar en el juego de la política, es desestimada, apartada a un lado porque no puede, es demasiado débil, carece de las habilidades necesarias. Es una posibilidad, la imposibilidad manifiesta de actuar, la gloria de la ausencia y la inutilidad. Hay otro tipo de silencio, más peligroso, el silencio del acto, que calla porque actúa, sin decir palabra, sin dar explicaciones, como un vendaval. Una acción silenciosa y anónima que actúa porque no puede más, sin importarle las consecuencias ni los objetivos, entre la vida y la política, la ausencia y la presencia, se sitúa en los límites de la representación, en la cuerda floja, a punto de perder el equilibrio, de caer en la inacción o de manifestarse en un acto público, violento o pacífico, representativo y de representación, que lo lanza a las arenas de la política, sin posible marcha atrás. No es una vida virtuosa en ninguno de los sentidos; la acción es el último recurso de los que han agotado todas las vías, una vida acorralada, cercada, que segrega las acciones bajo una presión desproporcionada, insoportable, y en aumento.
XX
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